Hace mucho tiempo me encontraba en una cena muy incómoda en casa de un amigo que comparte mi fe. Fue incómoda porque, como por arte de magia, varias personas sentadas con nosotros empezaron a discutir acaloradamente sobre religión (el tema más polémico en todo el mundo). Digo que todo sucedió como por arte de magia porque no sé cómo ni quien inició la conversación.
La discusión tenía que ver con cual religión es la correcta. A medida que la conversación proseguía, se denotaron dos bandos muy claros: Un grupo que creía que hay varios caminos a Dios y que nadie sabe cuál o quién es la verdad, y otro grupo que cree que solo Jesús es la verdad.
Mi amigo y yo no queríamos unirnos a la conversación… pero las personas que debatían sobre el tema terminaron metiéndonos en ella.
Una mujer del bando que creía que hay varios caminos a Dios sabía que yo era cristiano. En medio de la discusión que tenía con las personas del otro bando, giró hacia mí y me preguntó: “Josué, ¿Crees que tus amigos cristianos tienen razón en esta discusión? ¿En verdad eres tan de mente cerrada para creer que Jesús es el único camino a Dios?”