El reloj marcaba las 11:15 a. m. Me había quedado dormido; apenas estaba saliendo de casa para llegar a la reunión de las 11:00 de mi iglesia.
Empecé a hacer mis cálculos:
«20 minutos de tráfico me harían llegar a las 11:35. Considerando que al comienzo de la reunión hay unas palabras de bienvenida, y luego una oración y cinco canciones, seguro me alcanza el tiempo para llegar a la prédica. Uff, qué alivio».
A mi «yo adolescente» no le preocupaba tanto si se perdía los cantos. Lo importante era el sermón, ¿cierto? En mi mente, la adoración congregacional con música era solo un complemento para la reunión de la iglesia.
Lo digo para mi vergüenza. ¡Qué fácil es perder de vista la importancia real de la adoración!
La alabanza no es un relleno en la reunión del pueblo de Dios ni un mero entretenimiento para la gloria del ser humano. En palabras de John Piper:
El plan de reunirse semanalmente para la enseñanza, pero no para la adoración es como el plan de casarse sin sexo, por decirlo de una manera. O comer sin saborear. O hacer un descubrimiento sin emocionarse. O milagros sin asombro. O dádivas sin gratitud. O advertencias sin temor. O arrepentimiento sin lamentación. O resolución sin celo. O anhelos sin satisfacción. O ver sin observar (Exultación expositiva, 25).