¿En qué piensas cuando escuchas la palabra “puritanismo»?[1]
Tal vez compartas la definición del periodista H. L. Mencken. Él resumió décadas atrás la idea popular sobre el puritanismo diciendo que era “el miedo inquietante de que alguien, en alguna parte, pueda ser feliz”.[2]
El término “puritano” comenzó a usarse en el siglo XVI para referirse a aquellos hombres que consideraban incompletas las reformas protestantes en Inglaterra y querían una mayor purificación de la iglesia y la nación. Era un término difamatorio. Traduce la palabra latín catharus, un título dado a los herejes medievales.[3]
La imagen que hoy las personas suelen tener del puritanismo quedó sellada en nuestra cultura cuando ellos por fin llegaron al parlamento británico en el siglo XVII. Como señala el historiador Michael Reeves:
“Lo principal… que comenzó a volver a las personas contra el gobierno puritano fue su intento de imponer un comportamiento cristiano estricto en una nación… Los ciudadanos comunes, independientemente de su estado espiritual, se vieron obligados a vivir como si fueran ‘piadosos’, y ellos no podían soportarlo. Fue una experiencia que acabaría con el puritanismo en la mente inglesa, y la gente comenzó a anhelar la vida más fácil de un gobierno ‘feliz’”.[4]
Muchos puritanos trataron de imponer un carácter cristiano sobre la sociedad y eso los hizo odiables. Al oponerse a cierta clase de religión superficial (la del “protestantismo” de la reina Isabel y los reyes que vinieron luego de ella), quisieron imponer su propia versión de una religión superficial. Esto desvirtuó su reforma a los ojos del mundo.
Aunque los escritos de los puritanos conforman uno de los tesoros más preciosos que tenemos en la historia de la iglesia y hay mucho bueno para aprender de ellos (como he escrito aquí), el movimiento tuvo sus días contados cuando muchos puritanos olvidaron que la verdadera reforma no comienza con lo exterior, sino con el cambio interno que solo Dios puede obrar cuando reconocemos la obra de Cristo y nos aferramos a Él.
El puritanismo del siglo XVII nos recuerdan que la forma más fácil de arruinar una reforma es enfocándonos simplemente en lo externo, en lucir reformados y muy cristianos, y creer que eso es lo que más necesitan las personas.
Vemos otro ejemplo de esto en la Wittenberg de los días de Martín Lutero.
Luego de la Dieta de Worms, un juicio en el que Lutero afirmó la autoridad de la Palabra sobre los concilios de la iglesia y el Papa, el reformador fue sentenciado a muerte. Le dieron 21 días para volver a su hogar en la ciudad de Wittenberg y dejar su vida en orden, pero en el camino fue secuestrado por sus seguidores y escondido en el castillo de Wartburg. Aquel castillo, según Lutero, fue su Patmos en el periodo más difícil de su vida.
En Wartburg, el reformador alemán luchó contra su soledad, ocio, dudas, y temores, aferrándose a la Palabra de Dios y siendo prolífico en la escritura. Entre sus hazañas, produjo en meses una traducción impresionante de la Biblia al alemán del pueblo, marcando un hito en la historia de la lengua de la nación.
Mientras tanto, la Reforma protestante se expandía, con reyes y personas poderosas abrazándola. Y en Wittenberg, los seguidores de Lutero buscaban implementarla a través de la fuerza:
“[Ellos] daban la impresión de que la Reforma era realmente sobre atacar a sacerdotes y las imágenes de los santos, comiendo tanto como sea posible en los días de ayuno, y haciendo generalmente todo diferente solo para morderse las viejas maneras. Para la mente de Lutero, esto era un error demente. Era tan malo como Roma al obsesionarse con lo exterior y entonces forzar cierto comportamiento. El problema que él vio en la iglesia no eran las imágenes físicas; primero, las imágenes necesitaban ser removidas de los corazones”.[5]
Lutero tomó la determinación valiente de salir de su exilio y volver a Wittenberg, donde eventualmente fue protegido por personas influyentes. Allí se propuso buscar la Reforma, pero a no a través de la fuerza, sino a través de la predicación de la Palabra. Como dijo a sus seguidores al volver:
“Denle tiempo a los hombres. Me tomó tres años de estudio constante, reflexión, y discusión para llegar a donde estoy ahora, ¿y se puede esperar que el hombre común, sin enseñanza en tales asuntos, se mueva la misma distancia en tres meses? No supongan que los abusos son eliminados al destruir el objeto que es abusado. Los hombres pueden errar con el vino y las mujeres. ¿Deberíamos entonces prohibir el vino y abolir las mujeres? El sol, la luna, y las estrellas han sido adoradas. ¿Deberíamos entonces quitarlas del cielo? Tal apuro y violencia es una falta de confianza en Dios. Miren cuánto Él ha sido capaz de lograr a través de mí, aunque yo no hice más que orar y predicar. La Palabra lo hizo todo. De haberlo deseado, yo hubiese iniciado un gran incendio en Worms. Pero mientras yo me sentaba quieto y bebía cerveza con Felipe y Amsdorf, Dios le dio al papado un poderoso golpe”.[6]
Necesitamos entender lo que Lutero tenía en mente aquí. Solo porque una iglesia luzca reformada no significa que en verdad lo sea. La clave en una reforma no son los cambios externos, sino el cambio que solo la Palabra puede producir en nuestros corazones para que adoremos solo a Cristo como nuestro Señor y Salvador.
Si hemos de ver madurar una nueva reforma en nuestros países, esta es una de las lecciones más importantes para aprender de la iglesia del pasado. Lucir “reformados” no es igual a serlo, y necesitamos ser honestos al respecto si queremos guardarnos del legalismo, glorificar al Señor, y dar buen testimonio ante el mundo.
La verdadera reforma se trata de algo que Dios hace en nuestros corazones, y no es una simple cuestión de apariencias y asuntos externos.
[1] Algunos párrafos en este artículo están tomados y adaptados de mis biografías breves sobre Martín Lutero y el puritanismo.
[2] Bruce Shelley, Church History in Plain Language: Fourth Edition (Thomas Nelson, 2013), p. 304.
[3] Joel Beeke y Randall Peterson, Meet The Puritans (Reformation Heritage Books, 2007), pos. 205.
[4] Michael Reeves, The Unquenchable Flame: Discovering The Heart of The Reformation (B&H Publishing, 2010), p. 172.
[5] Ibíd, p. 56.
[6] Roland Bainton, Here I Stand: A Life of Martin Luther (Bainton Press, 2013), loc. 2914.
Imagen: Juan 1:16.