Cuídense de no practicar su justicia delante de los hombres para ser vistos por ellos; de otra manera no tendrán recompensa de su Padre que está en los cielos (Mateo 6:1).
Hoy es más fácil que nunca señalar nuestra propia virtud ante el mundo. Por ejemplo, podemos hacer esto de varias formas en las redes sociales, ya sea maquillando la imagen que proyectamos frente a los demás, expresando nuestra indignación («¡Miren lo molesto que estoy ante esta situación mientras otros son indiferentes!») o señalando los pecados de otros para exhibirnos como superiores moralmente. En nuestra cultura somos invitados a promocionarnos si queremos alcanzar el éxito según lo define este mundo. Una forma atractiva de buscarlo es destacando nuestra justicia delante de los hombres, resaltando las cosas buenas y piadosas que hacemos.
Así que las palabras de Jesús citadas arribas parecen más relevantes que nunca para el creyente. El Señor nos llama a no buscar las recompensas que otros puedan darnos cuando exhibimos nuestra justicia. Esto no significa que sea malo en sí mismo que otros vean nuestras buenas obras, pues somos la luz del mundo, como Jesús dijo antes en el sermón del monte. Nuestra piedad debe ser puesta en práctica con el deseo de que otros conozcan y adoren a Dios.
El problema está cuando hacemos cosas buenas primeramente para que otros nos alaben. Entonces nuestra supuesta piedad es solo una fachada, pues no estamos buscando la gloria de Dios sino la nuestra. No estamos amando en verdad al Señor ni tampoco a las personas, pues no las estamos dirigiendo hacia Aquel que sí es digno de toda adoración y puede satisfacer sus vidas. La «piedad» puesta en práctica en busca del mero reconocimiento público es egoísta.
Sin embargo, es atractiva en el momento. Cuando somos «buenos» ante el mundo, somos admirados y muchas puertas se nos pueden abrir en nuestras interacciones con otras personas. Esto brinda una sensación de seguridad personal. La trampa está en que esta recompensa es pasajera. No puede satisfacer nuestra sed de seguridad e identidad porque las personas cambian de parecer (lo que hoy es aplaudido, mañana puede ser «cancelado») y son pequeñas (no pueden garantizarnos que estaremos bien). A la luz de la eternidad, la aprobación de los hombres es efímera y poco útil.
Por eso Jesús nos llama a vivir para nuestro Padre. Es en Él que tenemos nuestra seguridad e identidad como hijos, y una recompensa por gracia que nunca se acabará, que es una mayor comunión con Él. Los aplausos y «me gusta» de los hombres jamás podrán saciar nuestras vidas. Fuimos hechos para Dios y solo Él puede satisfacer al corazón humano. Por lo tanto, vivamos para lo eterno y no solo para ser vistos por los demás. Algo mejor que señalar nuestra virtud y que las personas nos digan «¡Qué bueno eres!», es animarlas a ver y decir con nosotros: «¡Qué bueno es Dios!».