Una de mis conversaciones favoritas de la Biblia se encuentra en Lucas 18.
En ese capítulo, el evangelista Lucas relata que en una ocasión, un hombre religioso y rico se acercó a Jesús y le preguntó: “Maestro bueno, ¿Qué debería hacer para heredar la vida eterna?”
La respuesta de Jesús es una que seguramente nadie esperaría: “¿Por qué me llamas bueno? Solo Dios es verdaderamente bueno”.
Algunos toman esta respuesta de Jesús para decir que Él no era bueno. Pienso que Jesús respondió como lo hizo para confrontar a aquel hombre rico y hacerle evaluar qué es lo que él — el hombre rico— entendía por “bueno”. Es como si Jesús le dijera: “¿Por qué me llamas bueno a pesar de que apenas me conoces? ¿Por qué usas esas palabra a la ligera?”
Y es que el uso ligero de la palabra “bueno” por parte de aquel hombre, demostraba que seguramente él se creía más bueno de lo que en realidad era. Nadie sabe cuan malo es y cuan necesitado es de la misericordia de Dios, hasta que se pone frente a la ley de Dios. No somos tan buenos como creemos. De hecho, somos más malos de lo que pensamos. Esta verdad debería hacer que brille con más fuerza ante nuestros ojos la buena noticia de que somos amados por Dios.
Así que Jesús continúa diciendo: “… pero para contestar a tu pregunta, tú conoces los mandamientos: No cometas adulterio; no asesines; no robes; no des falso testimonio; honra a tu padre y a tu madre”.
El hombre rico respondió: “He obedecido todos esos mandamientos desde que era joven”. En otras palabras “Ok Jesús, gracias por decirme lo que tengo que hacer para entrar al cielo. ¡Ya lo hice! Estoy listo para heredar la vida eterna”.
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Nota esto interesante: Este hombre no solo era rico, sino que también era religioso. Él sabía perfectamente qué decía la ley. Por eso Jesús al responderle, le dice “tú conoces los mandamientos”. Nada en el mundo justificaba que él hiciera a Jesús una pregunta que requeriría una respuesta tan obvia. Así que la hizo solo para sentirse, ahora con mayor validez, bueno y merecedor del cielo.
Pero Jesús conocía su corazón, y cuando vio su reacción le dijo al hombre: “Hay una cosa que todavía no has hecho. Vende todas tus posesiones y entrega el dinero a los pobres, y tendrás tesoro en el cielo. Después ven y sígueme”.
Cuando el hombre rico escuchó a Jesús, se puso triste y se marchó porque era muy rico.
¿Ves cómo aquel hombre rico no era tan bueno después de todo?
No asesinaba, no robaba, no mentía, honraba a sus padres… Pero hacía esas cosas PARA ganar un ticket al cielo y no porque realmente amaba a Dios. Amaba más su dinero que a Dios. Tenía su confianza y afectos en lo vano en vez de Dios. Ese hombre era un idólatra.
Este hombre rico parecía un hombre bueno, pero su corazón vivía para los placeres de este mundo. No todos los placeres carnales y de este mundo son los que comúnmente asociamos con una vida de desenfreno y rebeldía contra Dios. Ser carnal es ser orgulloso e hipócrita, y existen los religiosos orgullosos e hipócritas. Este hombre era uno de ellos.
Si se acercó a Jesús solo para preguntarle qué necesitaba para ir al cielo, lo hizo para poder decir “¡Bingo! Dios me debe una entrada al cielo” y seguir viviendo orgullosamente (ahora con más orgullo) en este mundo y solo para esta vida terrenal y pasajera. Si aquel hombre en verdad quisiera heredar la vida eterna, hubiese hecho lo que Jesús le dijo —dar dinero a los pobres y seguir a Cristo—, pero no lo hizo. Aquel hombre tomó la peor decisión que alguien podría tomar.
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Jesús le estaba diciendo prácticamente: “Pon tu confianza en mí al seguirme, y no en tu reputación y lo que crees que eres: Renuncia a tus posesiones y con ella a tu fama. Da tu dinero a los pobres y sígueme. Ama a Dios más que a tu dinero, tu confort y las opiniones de la gente sobre ti (ya que seguirme te hará ganar muchos enemigos). Reconoce que ni tu dinero ni nada de lo que eres y haces te hace merecedor del cielo, y solo así tendrás tesoro en el cielo.”
Lo que Jesús le ofrecía no era pérdida. Era ganancia. Pero aquel hombre rico no sabía matemáticas, su mente estaba oscurecida por el orgullo. Estaba tan ciego y era tan malo en matemáticas, que se creía rico pero en realidad era pobre. Creía que Dios le debía algo a él, cuando en realidad la cuenta personal de este hombre estaba en números rojos por sus pecados. Se creía merecedor del cielo, y así manifestaba ser merecedor del infierno.
Aquel hombre no veía la verdad de que Cristo vale más que todo lo demás. Por eso no comprendía que sus obras son igual a cero mérito, ya que están manchadas por el orgullo y el pecado, y que por lo tanto, él no puede justificarse a sí mismo y necesita a un Salvador. Por eso no podía ver que es un millón de veces mejor seguir a Jesús que seguir la corriente vanidosa de este mundo.
¿Estamos haciendo bien nuestras matemáticas todos los días?
En otras palabras, ¿Estamos siendo como el apóstol Pablo? ¿Estimamos todas las cosas (nuestras obras, posesiones, ideas y más) como basura en comparación a Cristo y conocerlo a Él? (Filipenses 3:7-8)