Ayer vi el partido de fútbol más emocionante que nunca pude imaginar.
Estoy de acuerdo con analistas y reporteros que dicen que fue la final de la Copa Mundial más extraordinaria, infartante y legendaria de todos los tiempos. El nivel de juego, superlativo. La estrategia argentina, el genio de Mbappé, la defensa francesa, los giros de guión, la parada de Martínez en el último segundo del último minuto añadido a la prórroga, y por fin, ver al mejor de la historia levantar la copa luego de haber estado demasiado cerca ocho años atrás.
Le contaré a mi hijo y a mis nietos que vivimos este día en Argentina, un país que vive con pasión cada experiencia, en especial el fútbol.
Ahora bien, cuando pienso en lo que el mundo presenció ayer, hay varias cosas que vienen a mi mente. Entre ellas está lo fácil que el fútbol puede convertirse en un ídolo… incluso para personas que profesan ser creyentes (¿cuántos hombres se emocionan cantando himnos de fútbol y gritando goles, pero son apáticos en la iglesia y durante la adoración con cánticos en las reuniones?).
Sin embargo, no puedo dejar de pensar en cómo esta final también nos apunta a verdades más positivas para recordar. Aquí reflexiono brevemente en tres de ellas.