¿Alguna vez te has preguntado porqué somos infelices, a pesar de que somos cristianos? Déjame explicar a qué me refiero.
Si eres un creyente genuino, sabes que Dios muestra Su amor para con nosotros en que Cristo murió por nosotros (Rom. 5:8). No tenemos razones para temer del futuro o sentirnos solos. Dios nos ha dado promesas magníficas a lo largo de toda Su Palabra y ha demostrado cuan fiel es Él.
Y sin embargo, muchas veces no nos emocionamos ante esto como deberíamos, ¿no es cierto? Tenemos todas las razones del mundo para ser felices, pero con frecuencia no vivimos como personas que se gozan en la fidelidad y amor de Dios. En cambio, es común ver a cristianos amargado, abatidos, deprimidos y angustiados a menudo por diversas razones. Infelices.
¿A qué se debe eso? He aprendido —y necesito recordarlo— que una gran parte de nuestra infelicidad en nuestro diario vivir se debe a que necesitamos recordar más las cosas que ya sabemos y hemos creído. En otras palabras, necesitamos predicarnos el evangelio a nosotros mismos.
Nada de esto debería parecerte raro. Déjame mostrarte cómo lo explicó el Dr. Martyn Lloyd-Jones en su clásico libro Depresión Espiritual. Allí él habla sobre lo importante que es predicarnos a nosotros mismos, partiendo del Salmo 42, en especial el versículo 5:
“¿Por qué te abates, oh alma mía,
Y te turbas dentro de mí?
Espera en Dios; porque aún he de alabarle,
Salvación mía y Dios mío”.
Allí vemos que el salmista no se contentó con compadecerse a sí mismo, sino que se recordó lo que tenía que hacer. Es por eso es que Lloyd-Jones escribe:
¿Estamos conscientes de que gran parte de nuestra infelicidad en esta vida se debe a que estamos escuchándonos a nosotros mismos en vez de dialogar con nosotros mismos? Tomemos por ejemplo esos pensamientos que nos saltan al despertar. No los hemos originado, pero ellos comienzan a hablarnos, y nos recuerdan los problemas del día anterior (…) Alguien está hablando, ¿pero quién? Nuestro yo. Ahora bien, el salmista aborda el problema de la siguiente manera: en vez de permitir que su yo le hablara, fue él quien comenzó a hablar consigo mismo. (…)
Tenemos que volver los ojos a nosotros mismos (…) y exhortarnos a nosotros mismos, y en vez de estar murmurando de modo tan apesadumbrado e infeliz, decirnos a nosotros mismos: “¡En Dios pondré mi esperanza!»[1]Lloyd-Jones, Martyn. Depresión Espiritual: Sus causas y su cura (Libros Desafío, 2004), p.21
Vemos esto de nuevo en otros pasajes de la Biblia, como en el Salmo 103, con David llamándose a sí mismo a bendecir a Dios y explicándose por qué debía adorarle:
“Bendice, alma mía, al Señor,
y bendiga todo mi ser su santo nombre.
Bendice, alma mía, al Señor,
y no olvides ninguno de sus beneficios.
Él es el que perdona todas tus iniquidades,
el que sana todas tus enfermedades;
el que rescata de la fosa tu vida,
el que te corona de bondad y compasión;
el que colma de bienes tus años,
para que tu juventud se renueve como el águila”
(Salmos 103:1-5).
Hoy, nosotros sabemos más que David porque estamos del otro lado de la cruz y hemos visto la obra de Cristo. Por tanto, no tenemos excusa para vivir con tan poco gozo (Fil. 3:1, 4:4). Debemos hablarnos a nosotros mismos la verdad, en vez de dejar que las circunstancias a nuestro alrededor —o nuestros pensamientos que no agradan a Dios— nos hablen a nosotros.
Podremos escuchar predicaciones en la iglesia, pero al llegar a casa necesitamos predicarnos constantemente la Palabra, o de lo contrario las llamas de alegría en nuestros corazones menguarán más pronto que tarde.
Podremos ir a reuniones de estudios bíblicos y escuchar sermones en YouTube, pero cuando la computadora esté apagada y no tengas a tus hermanos de la iglesia cerca, seguirás estando con el pecador al que conoces más de cerca y que nunca deja de necesitar de la gracia de Dios: tú mismo.
Como creyentes, necesitamos entender que hay cosas que en realidad ninguna persona hará por nosotros. Predicarnos el evangelio a diario, en especial cuando nos sentimos solos y abatidos, es una de ellas.
Publicado originalmente en Soldados de Jesucristo
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