A veces damos por sentado o ignoramos que la doctrina de la adopción, la realidad de que los creyentes somos hijos de Dios, es preciosa y está revelada en la Palabra para nuestro gozo.
Tal vez se deba, en parte, a que en nuestra cultura es común la idea de que todas las personas (creyentes o no) pueden relacionarse con Dios como un Padre — aunque esa idea en realidad no es bíblica (Jn. 1:12-13).
También, puede deberse a que la doctrina de la justificación solo por medio de la fe fue más enfatizada que la adopción durante la Reforma protestante del siglo XVI (lo cual es entendible debido a lo que estaba en juego en aquellos días).
Los reformadores, como Martín Lutero, vieron que la Biblia enseña que somos declarados justos por Dios, y perdonados por nuestros pecados, únicamente por medio de la fe en Cristo —algo diferente a lo que enseña Roma. Debido a nuestro pecado, merecemos la condenación eterna por parte de Dios. Por eso necesitamos la justificación.
Sin la justificación solo por medio de la fe en Jesús, sencillamente no hay evangelio (ver Ro. 1:16-17, 3:21-28). Esta es la bendición primaria y más necesaria del evangelio porque resuelve nuestro mayor problema (condenación) y nuestra mayor necesidad (ser perdonados y declarados justos por Dios). Esta verdad es fundamental en la Palabra.
Es por eso que a veces se nos hace fácil pensar que la justificación es el mayor privilegio del evangelio. Pero hay mayores beneficios en el evangelio que solo ser salvos del infierno y declarados justos, y uno de ellos es el ser adoptados por Dios. Tal adopción es un privilegio mayor que solo ser justificados. Involucra una relación mucho más íntima de cercanía y amor. “Mirad cuál amor nos ha dado el Padre, para que seamos llamados hijos de Dios” (1 Jn. 3:1).
Tal vez nadie lo ha explicado mejor en las últimas décadas que J. I. Packer: “Estar en la debida relación con el Dios juez es algo realmente grande, pero es mucho más grande sentirse amado y cuidado por el Dios Padre” (El conocimiento del Dios santo [Vida, 2006], p. 266 ).
La única razón por la que somos adoptados por Dios es su gracia mostrada en la Persona y obra de Jesús en el tiempo preciso que Dios planificó (Gá. 4:4-5). Gracias a la obra de Jesús, el juez del universo no solo nos perdona y nos declara justos, sino que además nos hace parte de su familia y nos sienta a su mesa. Si eres creyente, Dios ha puesto su mano sobre ti y le ha dicho al universo: “Él es mi hijo”. De hecho, parte de la obra del Espíritu Santo en tu vida es hacerte entender esto (Ro. 8:15-16).
Esta verdad tiene aplicaciones monumentales para nuestra vida cristiana porque define tu identidad y la de la iglesia como pueblo de Dios. Lo más importante sobre ti no es si eres hombre, o mujer, o soltero, o casado, o viudo, o rico, o pobre, tu nacionalidad, o dónde vives; lo más importante de ti no es tu pasado, o lo que la gente dice de ti, o incluso lo que tú mismo opines. Todas esas cosas son importantes y necesitamos pensar bíblicamente sobre ellas, pero lo más importante sobre ti es si eres Hijo de Dios o no lo eres.
Saber que eres adoptado debe llenarte de seguridad y confianza (¡el rey del universo es tu Padre!), mientras te hace humilde y agradecido (esta adopción es totalmente por gracia). Al mismo tiempo, debe influir en cómo vives para Dios. Él no es un amo al que tienes que obedecer para que te ame y acepte. Él es un Padre al que puedes acercarte y cuyo amor te debe mover a maravillarte ante su majestad y vivir para Él en gratitud, no motivado por el temor.
Como también dijo Packer: “Si queremos juzgar en qué medida alguien comprende el cristianismo procuramos establecer qué es lo que piensa acerca del concepto de que es hijo de Dios y de que tiene a Dios como Padre. Si no es este el pensamiento que impulsa y rige su adoración, sus oraciones y toda su percepción de la vida, significa que no entiende nada bien lo que es el cristianismo” (p. 258).
La doctrina de la adopción es preciosa. ¿La atesorarás?
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