Doy muchas gracias a Dios cuando escucho testimonios de conversiones de personas que dan fruto de haber nacido de nuevo. Sin embargo, con frecuencia, cuando atiendo algunos testimonios de profesantes, no dejo de pensar en que tal vez hay un serio problema en la forma en que tales relatos son articulados y aplaudidos en la iglesia.
Muchos testimonios de conversiones en cientos de congregaciones se pueden resumir de la siguiente manera. Alguien dice: “yo era muy malo, pero ahora creo en Cristo, Él cambió mi vida y hoy soy bueno gracias a Él” — como si ya no fuésemos pecadores que necesitan constantemente de la gracia de Dios; como si ya no tuviésemos luchas contra la carne y las tentaciones. Ante eso, la congregación aplaude. Fin del testimonio.
Es verdad que, luego de la conversión, ahora hay algo bueno en nosotros porque antes no teníamos vida espiritual ni podíamos amar a Dios (cp. Efe 2:1; Rom 5:5). Pero la realidad de que ahora el Espíritu mora en nuestras vidas, no significa que hemos dejado de ser pecadores.
La vida cristiana no es “antes yo era malo y pecaba mucho, pero ahora creo en Cristo y dejé de ser un terrible pecador”. Una descripción mucho más apropiada sería: “nunca he dejado de ser malo, pero por la gracia de Dios ahora creo en Cristo y estoy siendo santificado”.
La vida cristiana no es “antes yo estaba enfermo y ahora estoy curado”. Es más parecido a “antes yo estaba muerto y ahora estoy vivo, sobrellevando una terrible enfermedad que tiene sus días contados gracias a la obra de Cristo, y por eso sobrellevándola con gozo dependiendo del Señor”.
Martin Lutero tenía una frase muy útil para hablar de todo esto: simul justus et peccator, que significa al mismo tiempo justo y pecador. Los cristianos hemos sido justificados ante Dios por medio de la fe en Cristo, pero al mismo tiempo seguimos siendo pecadores y eso no cambiará hasta que nuestro Señor Jesucristo regrese (Rom 5:1; 1 Jn 3:2).
Es cierto que gracias a Dios ya no somos esclavos del pecado (Rom 6:16-17). Ya lo único que hacemos no es pecar, ni nuestras vidas se caracterizan por el pecado de la manera en que se caracterizaban antes (Rom 14:23; 1 Jn 3:4,9). Pero aún pecamos. “Si decimos que no tenemos pecado, nos engañamos a nosotros mismos y la verdad no está en nosotros” (1 Jn 1:9).
El apóstol Pablo fue honesto al respecto cuando le escribió a Timoteo: “Palabra fiel y digna de ser aceptada por todos: Cristo Jesús vino al mundo para salvar a los pecadores, entre los cuales yo soy el primero” (1 Tim 1:15). Pablo no dice que él era el primero de los pecadores, sino que aún lo es. Nunca dejamos de necesitar gracia. ¿Entendemos lo mismo que el apóstol Pablo entendía sobre su pecado?
Cuanto más me adentro en la Palabra de Dios, más veo que una marca de un creyente genuino, camino a la madurez espiritual, es una creciente sensibilidad hacia el pecado. Tal creyente puede identificarse con lo que Pablo escribe en Romanos 7:14-25.
Un cristiano verdadero sigue haciendo cosas (incluso sin pensarlas detenidamente) que en un sentido muy profundo y real él no quería hacer, que evidencian que aún depende desesperadamente de la gracia de Dios, y que si no fuese por ella y cómo obra en nuestras vidas, nuestro pecado no tendría ninguna clase de límite.
J.C. Ryle escribió en su clásico libro, Santidad: “Estoy convencido de que nada nos asombrará tanto, cuando despertemos en la resurrección, como la vista que tendremos del pecado y del conocimiento retrospectivo de nuestras innumerables faltas”[1]J. C. Ryle, Santidad (Chapel Library, 2015), posición 438.. Y es que pecamos más de lo que pensamos. El salmista lo entendió cuando clamó: “¿Quién puede discernir sus propios errores? Absuélveme de los que me son ocultos” (Sal 19:12).
Incluso, ahora que somos creyentes, tenemos el Espíritu Santo, conocemos las promesas de Dios, podemos orar a Él y hacer morir las obras de la carne en nuestras vidas (Romanos 8:13-14), nuestros pecados actuales son más inexcusables que los que antes cometíamos. Porque ahora estamos conociendo la gracia de Dios y eso debe movernos más a la adoración y el agradecimiento. Es por eso que Rosaria Butterfield pudo escribir al relatar su conversión: “Creo que el Señor es más afligido por los pecados de mi vida actual que por mi pasado como una lesbiana”[2]Rosaria Butterfield, Secrets Thoughts of a Unlikely Convert (Crown Covenant Publications, 2012), posición 548..
Aunque nuestros pecados actuales puedan parecernos más pequeños que los que cometíamos antes de creer, en realidad no pueden existir pecados pequeños delante de un Dios infinitamente grande, santo y bueno… y necesitamos recordar esto para ser realmente felices en Dios.
¿Por qué es tan crucial entender bien la seriedad de nuestro pecado actual? Porque nos hará maravillarnos ante la bondad de nuestro Salvador. Como Thomas Watson expresó, “hasta que el pecado sepa amargo, Cristo no será dulce”. Necesitamos tomarnos el pecado en serio, para entonces poder deleitarnos en el amor de Dios y vivir en verdadera humildad, con gozo.
Así que, al hablar de lo que Dios hace en nuestras vidas y prediquemos la verdad, hagámoslo recordando que sólo por su gracia somos justos ante Él, aunque seguimos siendo transgresores.
Tal vez así más personas entenderán que “la iglesia no es un museo de los santos, sino un hospital para pecadores” (anónimo).
Publicado primero en Soldados de Jesucristo.
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