Ayer vi el partido de fútbol más emocionante que nunca pude imaginar.
Estoy de acuerdo con analistas y reporteros que dicen que fue la final de la Copa Mundial más extraordinaria, infartante y legendaria de todos los tiempos. El nivel de juego, superlativo. La estrategia argentina, el genio de Mbappé, la defensa francesa, los giros de guión, la parada de Martínez en el último segundo del último minuto añadido a la prórroga, y por fin, ver al mejor de la historia levantar la copa luego de haber estado demasiado cerca ocho años atrás.
Le contaré a mi hijo y a mis nietos que vivimos este día en Argentina, un país que vive con pasión cada experiencia, en especial el fútbol.
Ahora bien, cuando pienso en lo que el mundo presenció ayer, hay varias cosas que vienen a mi mente. Entre ellas está lo fácil que el fútbol puede convertirse en un ídolo… incluso para personas que profesan ser creyentes (¿cuántos hombres se emocionan cantando himnos de fútbol y gritando goles, pero son apáticos en la iglesia y durante la adoración con cánticos en las reuniones?).
Sin embargo, no puedo dejar de pensar en cómo esta final también nos apunta a verdades más positivas para recordar. Aquí reflexiono brevemente en tres de ellas.
1) La belleza del fútbol es un regalo de lo que muchos teólogos cristianos han llamado la «gracia común de Dios». Todo lo bueno que hay en este mundo, y que tanto creyentes como no creyentes reciben y disfrutan, viene de Él (Stg 1:17). Si el fútbol es maravilloso y hermoso, ¿cuánto más lo es Dios?
2) El fútbol refleja una sed profunda en nosotros, como he escrito antes:
Nos gozamos por las victorias que otros alcanzan en nuestro lugar, llevando un número 10 sobre una camiseta de fútbol por nosotros, y queremos que el recuerdo permanezca para siempre. Y esto tiene sentido. ¿Cómo no desear tener una gloria que brille por siempre? ¿Cómo no desear que los momentos de alegría sean ininterrumpidos? El mundo no lo reconoce, pero esta es una sed genuina y razonable que nos apunta a la realidad del Señor que vive para siempre, cuya victoria es nuestra por la eternidad y recibimos por fe.
Dios es quien puso en nosotros nuestra sed por la eternidad (Ec 3:11). Disfrutemos el fútbol dejando que nos recuerde que lo que tenemos en Cristo es mejor.
3) Los triunfos más dulces son los más esperados pero logrados de maneras inesperadas.
Desde mi punto de vista, Argentina no celebra solo que ganaron la copa, sino cómo la ganaron, lo cual eleva la grandeza del momento para hacerlo incluso más mítico: fue en el último mundial de Messi, luego de muchos giros de guión en un partido que se puso en extremo difícil y Francia resultó ser el rival más grandioso que pudiera tener el seleccionado argentino (ellos también hicieron historia y merecen otra copa).
Incluso cuando parecía predestinado que Messi levantara la copa, que el deportista más grande recibiera su más anhelado galardón terrenal, nadie pudo haber predicho con exactitud cómo se alargaría la espera. La historia escrita y soñada tuvo un final que nadie imaginaba. Suena paradójico, pero así fue.
Para mí, esta final es una parábola excelente para reflexionar en que las victorias más grandes se alcanzan cuando todo parecía perdido pero el guión deseado se cumple tal y como estaba escrito, de una forma que nadie pudo ver de antemano.
¿No resultó ser así, pero infinitamente mejor, la victoria más grande en el universo y que le da sentido a toda la existencia?
(Romanos 16:25-27; Hechos 2:22-24; Isaías 53; Colosenses 1:15-20).