El agua del odre se acabó. Agar no sabe cómo mantenerse en pie y cuidar a su hijo, Ismael. Llevan días vagando sin rumbo en el desierto. El sol arde sobre ellos y no parece haber esperanza para sus vidas.
Mil angustias pasan por la mente de Agar: «¿Qué será de mí y de mi hijo? ¿A dónde voy? Me siento tan sola… perdida». La madre agoniza mientras toma una decisión. Deja al muchacho debajo de un arbusto y se aleja mientras su corazón se inunda de dolor. «Que no vea yo morir al niño», dice para sí. Se sienta enfrente y no puede contener las lágrimas en sus ojos.
Pero entonces todo cambia. El ángel del Señor les dice: «¿Qué tienes, Agar? No temas, porque Dios ha oído la voz del muchacho en donde está». El Señor les promete bendiciones y hace algo que alivia de inmediato la situación de la madre y el chico: «Dios abrió los ojos de ella, y vio un pozo de agua. Fue y llenó el odre de agua y dio de beber al muchacho» (Gn 21:19).
Dios no hizo milagrosamente un pozo en el lugar para ellos; el texto sugiere que el pozo ya estaba allí. Lo que Él hizo fue abrir los ojos de Agar para que pudiera mirar lo que en medio de sus circunstancias no podía ver.
Esta historia bíblica nos recuerda lo deficiente que puede ser nuestra visión. Es posible tener todo tipo de cosas frente a nosotros y ser ciegos ante lo que representan, su belleza o fealdad y cómo impactan nuestras vidas. Esta es la razón por la que orar es crucial al leer la Palabra.
Necesitamos ver en verdad
Es posible leer la Biblia sin ver cómo Dios sacia nuestra sed espiritual por medio de ella. Leerla solo para recibir información y no transformación. Leerla para conocer solo detalles históricos y reglas de vida, y perder de vista el evangelio de la gloria de Dios en Cristo. Leerla para simplemente aprender sobre Dios en vez de ver la belleza del Señor revelada en cada una de sus páginas.
Esta es una de las tragedias más grandes que ocurren a diario en incontables iglesias y tiempos de lectura personal; terminamos llenando nuestras cabezas de mero conocimiento sobre Dios en vez de conocer a Dios. La diferencia importa. Como explica Jonathan Edwards:
Hay una diferencia entre tener una opinión, de que Dios es santo y misericordioso, y tener un sentido de la hermosura y la hermosura de esa santidad y gracia. Existe una diferencia entre tener un juicio racional de que la miel es dulce y tener una sensación de su dulzura.
Cuando nuestra ceguera es de ese tipo, no hallamos consuelo en las Escrituras en medio de la adversidad y el dolor. Tampoco crecemos espiritualmente, pues no nos deleitamos en Dios. Podemos vernos inclinados al libertinaje, creyendo que obedecer a Dios no es importante, pues nuestra visión del amor de Dios se vuelve superficial. O podemos convertirnos en legalistas más férreos: personas que conocen lo suficiente de Dios para saber que le importa la santidad y nos ha dado mandamientos, pero no lo conocen lo necesario como para saber que es un Dios de gracia y amor.
Los fariseos son un ejemplo de esto último. Ellos tenían lo que hoy podrían ser doctorados en teología. Podían recitar libros enteros de la Escritura de memoria. Sin embargo, ignoraban la esencia de su mensaje. Eran insensibles ante la gloria revelada en las páginas y por eso no podían responder a ella amando a Dios con sinceridad. Sus corazones eran hipócritas ante el Señor, pues la religión de ellos era una simple fachada externa para guardar las apariencias y creerse superiores a los demás.
No conocían lo más importante en la Biblia: ignoraban cómo todo es por Jesús y para Jesús. Por eso Él les dijo: «Ustedes examinan las Escrituras porque piensan tener en ellas la vida eterna. ¡Y son ellas las que dan testimonio de Mí!» (Jn 5:39).
Orando por avivamiento
Incluso si somos creyentes, es posible ser ciegos a las bendiciones que tenemos en Cristo reveladas en su Palabra. Es posible leer la Biblia sin sentir su impacto en nuestras vidas. Cuando eso ocurre, el problema no está en la Escritura sino en nosotros.
Por eso Pablo, luego de escribir uno de los párrafos más gloriosos sobre las riquezas de la gracia de Dios que tenemos en Cristo, ora por sus lectores así:
Mi oración es que los ojos de su corazón les sean iluminados, para que sepan cuál es la esperanza de Su llamamiento, cuáles son las riquezas de la gloria de Su herencia en los santos, y cuál es la extraordinaria grandeza de Su poder para con nosotros los que creemos, conforme a la eficacia de la fuerza de Su poder (Ef 1:18-19).
Pablo ora por un avivamiento y su clamor es un modelo para nosotros. Dependemos de Dios para ver sus promesas tan dulces como realmente son, sus palabras tan consoladoras como realmente son, sus mandamientos tan buenos como realmente son y la gloria de su gracia tan infinita como realmente es.
De igual forma, el salmista ora para que Dios haga un milagro en su vida y pueda entender en verdad la Palabra: «Abre mis ojos, para que vea las maravillas de Tu ley» (Sal 119:18; cp. 19, 27, 34). Esta es una oración para elevar a diario.
Un pozo inagotable
Si toda la Escritura apunta y exalta a Cristo —y es así—, entonces nuestra mayor necesidad es ver su mensaje como Dios quiere que lo veamos. Solo cuando vemos la gloria de Cristo revelada en su evangelio es que somos transformados a su imagen por el Espíritu Santo (2 Co 3:18, 4:6).
Así que oramos para ver la gloria de Dios en Su Palabra y ser consolados, fortalecidos y edificados. Cuando Él nos concede ver su gloria en la Palabra, nuestra oración no se detiene. Continuamos orando en adoración a Dios y derramando nuestros corazones delante de Él, pues cuanto más lo conocemos, más dispuestos estamos a pedirle que obre en nosotros y alrededor (cp. Jn 4:10). También seguimos orando para ver más aún en la Palabra, agradeciendo con gozo por ella: «¡Cuán dulces son a mi paladar Tus palabras! Sí, más que la miel a mi boca» (Sal 119:103). La oración es esencial para profundizar en la Palabra y al mismo tiempo es avivada por la Palabra.
Así que vayamos a la Palabra en oración, dependiendo del Señor y no apoyándonos en nuestra propia disciplina o intelecto. No hay fuente que pueda satisfacernos en medio del desierto de esta vida y nuestro peregrinaje como la Escritura. Ella es un pozo inagotable para nuestros corazones sedientos y hechos para tener su mayor deleite en Dios. Que el Señor abra nuestros ojos para que veamos este pozo, tomemos en abundancia y demos de beber a otros también mientras vivimos en adoración a Él.
Este artículo fue publicado primero en Coalición por el Evangelio.