“No juzguen por las apariencias; juzguen con justicia” Juan 7:24.
Esto que te quiero contar no es fácil para mí decirlo, pero espero que te sirva. Tiene que ver con una de las lecciones más importantes y valiosas que Dios me ha permitido aprender.
Hace bastante tiempo estaba meditando caminando por un parque. En varios puntos del parque habían fiestas infantiles. Casi al final del parque, había una fiesta que me llamó la atención por ser la más modesta de todas las fiestas.
Cuando pasé por allí, vi al payaso que animaba la fiesta. Era el payaso más feo que había visto. Un tipo barrigón, con barba de tres días, todo sudado, y bastante cansado. Poseía un aspecto de trasnochado. Por un momento me llegó a dar miedo y hasta pensé en decirle a los niños que huyeran de allí.
Se esforzaba por animar la fiesta y lo conseguía (para mi sorpresa). Sin embargo, a mí me pareció un payaso horrible.
Mi pensamiento fue el siguiente:
«Es bien que ese hombre se gane el dinero trabajando y no robando; parece un viejo alcohólico que lleva días sin dormir y los padres del cumpleañero deben estar locos para contratar a un payaso así; ese viejo tiene aspecto de degenerado o algo así”.
Segundos después, mientras yo pensaba en otra cosa, Dios habló lo siguiente a mi mente:
«Ese hombre que viste vestido de payaso, es el padre del cumpleañero”.
Eso fue como una cachetada para mí.
Cuando vi a aquel payaso, me dejé guiar por la primera impresión y no pensé que tal vez el aspecto del payaso era feo porque el padre del niño no sabía maquillarse. No pensé que tal vez los padres del niño no se enojaron con tener un payaso muy extraño en la fiesta precisamente porque el padre era el payaso. No pensé que tal vez la familia era pobre y por eso la fiesta era modestia y el padre se disfrazó rápido de payaso porque no pudo contratar a uno. No pensé que tal vez el payaso se veía agotado y sudado porque estuvo trabajando toda la noche anterior para proveerle a su familia.
No pensé algunas cosas que tal vez hubiesen sido obvias para mí si no hubiese juzgado a la ligera.
Yo, cristiano, juzgué injustamente.
Nunca es correcto juzgar a la ligera.
Siempre suelo analizar antes de emitir una opinión a mí mismo, y ese día no analicé lo suficiente. 5 segundos me bastaron para juzgarlo duramente. Fui implacable como no lo había sido en mucho tiempo.
Me sentí mal por eso. Yo había juzgado a alguien, muy imperfecto igual que yo, pero con un corazón grande de amor por su hijo. Un corazón al que Dios amaba. Esa noche tuve a ese payaso en mis oraciones.
La Biblia no nos dice que juzgar sea malo. De hecho, cuando lees Mateo 7, entiendes que Jesús está en contra de la hipocresía. Jesús también enseña en ese capítulo que debemos juzgar a las personas según sus frutos para conocer si son cristianas o no. Además, en otro pasaje de la Biblia (1 Corintios 5), Pablo enseña que debemos juzgar justamente a las personas que dicen ser cristianas a fin de no manchar la reputación del evangelio asociándonos con falsos cristianos.
Lo que realmente está mal es juzgar injustamente. Si somos hijos de un Padre justo, lo que hagamos debe ser con justicia.
Juzgar según las apariencia es orgullo porque es asumir que tenemos la razón sin saberlo en realidad.
El orgullo es pecado. ¿Cual es su cura? Simple: El evangelio.
Amar no es juzgar injustamente y tú naciste para amar.
Como explico en mi ebook (puedes descargarlo gratis,) amar es lo que hacemos cuando nuestro corazón está siendo llenado por el amor de Dios. El amor que damos a los demás son las gotas que se derraman de nuestro vaso.