En mi experiencia, una de las tentaciones más fuertes que puede sentir un creyente que la está pasando mal es la tentación a la autocompasión: sentir lástima por uno mismo cuando nuestras circunstancias son adversas. “Pobrecito yo…”.
Hablar constantemente de nuestras dificultades, hundidos en autocompasión, es una forma de vivir centrados en nosotros mismos. ¿Por qué? Porque no estamos viendo el panorama más amplio la realidad, no importa cuan espirituales creamos ser.
En la autocompasión, no tenemos la mirada puesta en Dios sino en nuestros problemas, nuestro dolor, nuestra desesperación. Es egocéntrico y se trata de una forma de orgullo. Cuando estamos centrados en nosotros mismos y nuestras circunstancias, actuamos y hablamos como si fuésemos el centro del mundo, como si todos deberían saber lo mal que la estamos pasando, y —esto es lo más importante— como si Dios no fuese suficiente.
La autocompasión es esclavizante porque nos impide gozarnos en Cristo y crecer espiritualmente teniendo nuestros ojos fijos en Él (2 Co. 3:18). Una boca o corazón lleno de queja y lástima por uno mismo difícilmente tiene espacio para alabanza al Señor.
Al mismo tiempo, la autocompasión nos lleva a atraer la atención de otros y a nuestros corazones pecadores les encanta eso. Nos gusta sentirnos importantes ante los demás, aunque sea sufriendo. Es por eso que en las redes sociales puede ser común ver a grupos minoritarios luchando por demostrar quién la está pasando peor y debería recibir más ayuda.
¿Cómo podemos luchar contra la autocompasión? El mejor ejemplo que viene a mi mente es el del apóstol Pablo. Él no se quejó de sus prisiones y sufrimientos, no porque ellas no fueran difíciles, sino porque él era libre en Cristo. Para Pablo, el vivir es Cristo y el morir es ganancia (Fil. 1:21). Por eso sabía que Cristo iba a ser magnificado en Él (Fil. 1:20).
La clave para salir de la cárcel de la autocompasión es tener a Cristo en verdad como tu máximo tesoro. Cuando eso ocurre en tu corazón, lo más importante para ti y aquello de lo que más hablarás no serán tus logros personales (autocelebración y vanagloria), ni tus dificultades y dolores (autocompasión). En cambio será, será Cristo mismo.
De hecho, Pablo entendía esto tan bien, que cuando oraba por las iglesias, él no se enfocaba en orar por las circunstancias difíciles de ellas sino por ellas; por el crecimiento espiritual de los creyentes en gozo, amor, y confianza en Dios. Puedes verlo una y otra vez en sus epístolas. Esto era la prioridad en la oración, y debería ser la nuestra si queremos glorificar al Señor.
Cristo no vino a este mundo para simplemente darnos un boleto de entrada al cielo. Él vino para traernos salvación y acceso a Dios, y que así podamos ser libres, aquí y ahora en la tierra, de la esclavitud de estar centrados en cualquier otra cosa aparte de Él.