“Si crees lo que te gusta del evangelio, pero rechazas lo que no te gusta de él, no crees en el evangelio sino en ti” — Agustín.
Hace mucho tiempo en una galaxia muy, muy lejana, yo había comprado la idea de que Jesús es una especie de genio mágico dispuesto a conceder los deseos de la gente que crea en él. Ese es el falso evangelio super-popular que muchos predican hoy en día, ¿no?
Ese Jesús no me incomodaba en lo más mínimo aunque de vez en cuando yo leía la Biblia. Cuando en los evangelios me topaba con algo duro dicho por Jesús (y vaya que a veces suele decir cosas duras y honestas), yo pensaba algo como «Bueno, seguro Jesús quiso decir…» y continuaba con mi vida como si nada.
Recuerdo que en aquella época me uní al grupo de alabanza de una congregación a la que aún sigo asistiendo. Entré al grupo de alabanza, no porque yo amase a Dios tal y como Él es, sino porque me caía muy bien el Jesús en quien yo creía. Además, yo creía que adorar a Dios era simplemente tocar mi guitarra para Él dos días a la semana y que con eso yo estaba haciendo Su voluntad. (Con esto no quiero decir que está mal adorar a Dios con música en la iglesia; con esto quiero decir que adorar a Dios es más que cantar cuatro canciones los domingos en la mañana).
No recuerdo exactamente cuando fue y como sucedió, pero mis ojos fueron abiertos y me di cuenta de lo siguiente: Yo creía en un Jesús imaginario porque no quería creer en el verdadero porque no había visto lo valioso y supremo que Él es.
Me di cuenta de que el Jesús en quien yo creía, amaba todo lo que yo amaba y odiaba todo lo que yo odiaba. Le gustaban las cosas que a mí me gustaban y no se preocupaba por mi forma de pecar. Curiosamente, ese falso Jesús sí odiaba las cosas que hacen las personas que pecan de forma diferente a mí. Ese Jesús era parecido a mí, cuando en realidad yo soy quien necesita parecerse al verdadero Jesús.
A ese falso Jesús a quien yo «adoraba» le daba igual que me encantara el materialismo. Tampoco le parecía grave que yo publicara pura vanidad en mis perfiles en las redes sociales y viviese como un huérfano en Internet y fuera de la red. No se preocupaba por lo ocioso que yo era, y estaba de acuerdo con toda la música que yo escuchaba y todas las cosas que yo veía en la tele. No le importaba que con que la misma boca con la que yo le cantaba los domingos en la mañana, yo dijera malas palabras los otros seis días de la semana.
Podría seguir hablando de ese falso Jesús en quien yo había puesto mi fe, pero creo que ya entendiste el punto y tienes una idea de cómo era.
Entonces cuando yo subía al púlpito en las reuniones de jóvenes de la congregación, cuando yo estaba empezando en el grupo de alabanza y tocaba la guitarra, en realidad no estaba adorando al verdadero y único Jesús. En realidad me estaba adorando a mí mismo. Estaba despreciando a Dios. Estaba diciendo «Hey Dios, tú no eres bueno para mí; así que prefiero a la versión imaginaria que hice de ti a mi estilo».
Te cuento esto porque ahora que mis ojos están abiertos y puedo ver a Cristo tal y como Él es, tal y como lo muestra Su palabra, digno de toda mi adoración, de toda Gloria, de toda autoridad, y a quien necesito infinitamente, también puedo ver que muchos “cristianos” no creen en el verdadero Jesús, y cuando creen que lo adoran, en realidad se están adorando a ellos mismos.
Tú y yo necesitamos vivir en santidad obedeciendo al verdadero Jesús (Él es más que un hippie cósmico). Necesitamos arrepentirnos en serio todos los días. Necesitamos salir de la Matrix del «cristianismo light» y entender que Jesús nos llama a una entrega radical a Él, no porque Él sea un egolatra, sino porque solo Él puede satisfacernos y darnos vida de verdad; darnos gozo eterno.
Necesitamos tomarnos el evangelio en serio porque no hay camino a Dios fuera de Cristo (Juan 14:6). Necesitamos tener presente que rechazar al verdadero Jesús es rechazar al mismo tiempo a la persona que más nos ama y la persona que más necesitamos.
Si algo he aprendido, es que es mejor rendir mi vida a Él que rendirla a mí mismo. Es mejor conocer a Dios y adorarlo como consecuencia de conocerlo, que adorarme a mí mismo.