“El dolor es no solo un mal inmediatamente reconocible, sino un mal imposible de ignorar. Podemos tranquilamente permanecer en nuestros pecados y estupideces, y cualquiera que haya observado a los glotones engullir los manjares más exquisitos, como si no supieran lo que estaban comiendo, admitirá que podemos ignorar incluso el placer. Pero el dolor insiste en ser atendido. Dios nos susurra en nuestros placeres, nos habla en nuestra conciencia, pero nos grita en nuestros dolores: es su megáfono para despertar a un mundo sordo. Un hombre malvado feliz, es un hombre sin la menor sospecha de que sus acciones no ‘corresponden’ de que no están de acuerdo con las leyes del universo”.
Estas palabras de C. S. Lewis en su clásico El problema del dolor son relevantes en nuestra época de pandemia. Ninguno de nosotros puede pretender explicar todo sobre por qué Dios permite el coronavirus en este mundo. Somos muy pequeños para comprender completamente los propósitos de Dios, y si tratamos de explicar cosas tan profundas y elevadas corremos el riesgo de llegar a ser como los “amigos de Job”. Pero de algo podemos estar seguros: Dios llama a nuestro mundo al arrepentimiento.
La crisis actual nos despierta a esa verdad porque estábamos dormidos. Estábamos ensordecidos por el sonido de nuestro sentido de autosuficiencia y por el pecado. Nuestro mundo malvado y “feliz” en su rebelión contra el Señor necesita —aunque nos cueste admitirlo— ser sacudido como lo es ahora. El coronavirus es un megáfono de Dios.
El principal pasaje bíblico que viene a mi mente cuando pienso en esto se encuentra en los primeros versículos de Lucas 13:
“En esa misma ocasión había allí algunos que contaron a Jesús acerca de los Galileos cuya sangre Pilato había mezclado con la de sus sacrificios. El les respondió: “¿Piensan que estos Galileos eran más pecadores que todos los demás Galileos, porque sufrieron esto? Les digo que no; al contrario, si ustedes no se arrepienten, todos perecerán igualmente. ¿O piensan que aquellos dieciocho, sobre los que cayó la torre en Siloé y los mató, eran más deudores que todos los hombres que habitan en Jerusalén? Les digo que no; al contrario, si ustedes no se arrepienten, todos perecerán igualmente” (v. 1-5).
Nos asombra que el coronavirus (o una torre que se cae y mata a personas) cause tanta muerte y dolor. ¡Pero Jesús nos enseña que debemos asombrarnos más bien de que algo más horrible todavía no nos haya acontecido! Si nos abruma el coronavirus, debería abrumarnos más aún que no estamos en el infierno justo ahora. Y si algo deben enseñarnos las calamidades que impactan al mundo es que nosotros, empezando por aquellos que afirmamos ser el pueblo de Dios, debemos arrepentirnos de nuestros pecados.
Estas palabras suenan duras porque Jesús no está interesado en ser un predicador popular que nunca ofende a nadie. Él dice estas cosas difíciles de tragar porque nos ama y necesitamos escucharlas. Incluso si rompen nuestra ilusión de felicidad sin Él.
Dios nos desea tanto, nos ama tan ardientemente, que hizo lo inimaginable: soportó el infierno por nosotros para que podamos tener perdón y vida eterna. Ahora somos llamados a vivir en arrepentimiento y fe, entendiendo que somos tan malvados que merecemos condenación y tan amados que en Él hay salvación solo por gracia. Esa es la esencia del evangelio para nuestro mundo con quebranto, sufrimiento, y pandemia.
El coronavirus es un megáfono de Dios para que recordemos esto. ¿Estamos escuchando?