En mi experiencia, una de las tentaciones más fuertes que puede sentir un creyente que la está pasando mal es la tentación a la autocompasión: sentir lástima por uno mismo cuando nuestras circunstancias son adversas. “Pobrecito yo…”.
Hablar constantemente de nuestras dificultades, hundidos en autocompasión, es una forma de vivir centrados en nosotros mismos. ¿Por qué? Porque no estamos viendo el panorama más amplio la realidad, no importa cuan espirituales creamos ser.
En la autocompasión, no tenemos la mirada puesta en Dios sino en nuestros problemas, nuestro dolor, nuestra desesperación. Es egocéntrico y se trata de una forma de orgullo. Cuando estamos centrados en nosotros mismos y nuestras circunstancias, actuamos y hablamos como si fuésemos el centro del mundo, como si todos deberían saber lo mal que la estamos pasando, y —esto es lo más importante— como si Dios no fuese suficiente.